En mi juventud oí contar, dándolo por cierto, el caso de una señorita -no sé si de Palencia o de Valladolid-, que le había aguantado al novio tal cantidad de desaires y de humillaciones que nadie se explicaba cómo no lo mandaba a paseo. Impertérrita ante las críticas de los familiares y los consejos de las amigas, apuró sin embargo hasta las heces el cáliz de aquel noviazgo y logró finalmente, a base de pertinacia y disimulo acerca de sus verdaderos planes, vestirse de tules blancos y recorrer solemnemente el camino hasta el altar a los sones de la marcha nupcial de Mendelssohn. Una vez concluida la ceremonia y conseguido ante testigos el "si" que pronunciaron los labios de su prometido, cuando le tocó a ella el turno de contestar si lo quería por esposo, s ehizo un silencio expectante, "¡No, señor!", se la oyó propnunciar al fin con voz segura y bien timbrada, diriguéndose al cura. y, volviéndose acto seguido a todos los circunstantes que llenaban la iglesia, añadió con énfasis, haciendo un gesto teatral que los abarcaba con la mano: "¡Y si he llegado hasta aquí, es para que sepan todos ustedes, que si me quedo soltera es porque me da la gana!". Dicho lo cual, se agarró la cola del vestido de novia con la mano derecha y desanduvo con taconeo resuelto el camino que la había llevado hasta el tribunal de Dios para dirimir su juicio ante los hombres.

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